Tiempo de lectura: 4 minutos

No siempre hace falta hablar.

A veces, las palabras dichas en voz alta no encuentran su lugar. No alcanzan. Se tropiezan. Se atragantan. O simplemente no salen. No es porque no tengamos qué decir; es porque el cuerpo, el alma, la emoción no saben cómo traducirse sin romperse en el intento.

Yo no sé si tú eras como yo, pero a mí, eso de expresar lo que siento, de nombrarlo todo, de ponerlo en frases que alguien más pueda comprender… me ha costado siempre. Incluso siendo psicóloga, incluso acompañando a personas cada día a decirse, a liberarse, a nombrar su historia con compasión, con verdad. Sí, incluso así, he tenido que aprender a veces a la fuerza que no todo se dice en voz alta. Que no todo se puede. Y que eso también está bien.

Durante un tiempo, pensé que hablarlo todo era el único camino. Que había que poner en palabras todo lo que habitaba en mí, aunque no tuviera forma, aunque doliera, aunque no supiera bien qué era. Pero descubrí algo que me cambió para siempre: la escritura me salvó.

No como un acto heroico, ni como una solución inmediata. Me salvó en el silencio. Me salvó en medio del caos. Me salvó en un momento en el que no encontraba dirección ni sostén ni consuelo. Me salvó cuando me sentí completamente sola, perdida, hundida en un lugar sin luz, sin promesas, sin consuelos fáciles. Me encontré frente a una hoja en blanco y, sin saber muy bien cómo, empecé a escribir.

No escribí bonito.

No escribí bien.

No escribí con estructura ni con puntos ni con comas.

Escribí con rabia, con miedo, con llanto, con esa tristeza densa que se pega al cuerpo.

Escribí para no desbordarme.

Escribí para sostenerme. Y al hacerlo, entendí que no necesitaba tener respuestas, solo necesitaba un espacio donde yo pudiera ser completamente yo, sin juicio, sin presión, sin tener que explicar nada a nadie. Ese espacio fue la hoja.

Con el tiempo, escribir se convirtió en un ritual. Un refugio. Una forma de habitarme. Empecé a escribir sin buscar nada, sin tratar de entenderlo todo. Escribía para vaciarme, para mirarme de frente, para abrazar lo que dolía y lo que también estaba naciendo dentro de mí. La escritura fue mi espejo, pero también fue mi abrazo. Fue un lugar seguro cuando el mundo afuera no lo era.

Y aprendí algo muy importante: escribir es una manera de escucharme, hacerme presente y dejar de ignorarme. Escribir es una herramienta que no requiere tener la palabra justa, ni la experiencia precisa, ni el “don” de escribir. Solo hace falta presencia. Y un poco de valor para sentarte contigo misma y permitirte soltar lo que llevas dentro, aunque no tenga sentido, aunque no se entienda, aunque te dé miedo mirarlo.

Porque cuando escribes para ti, sin pretensiones, sin expectativas, algo se acomoda. No siempre se soluciona, pero sí se alivia. No siempre se entiende, pero sí se nombra. Y nombrar, aunque sea en voz bajita, aunque sea con la mano temblando, es una forma de volver a ti.

La escritura no es una obligación. Es una invitación.
Es un espacio en blanco que te dice: aquí puedes ser tú.
Sin filtros. Sin forma. Sin deber ser.
Solo tú, contigo.

Sé que no a todo el mundo le funciona esto de escribir. Y no está mal. Cada uno encuentra sus propios caminos para sostenerse. Pero también sé porque lo he visto en mí y en otras personas que muchas veces, cuando nos permitimos intentarlo sin exigencias, sin expectativas, sin querer hacerlo perfecto… algo se abre. Algo se suelta.

No se trata de escribir bonito. Se trata de escribir honesto.
De escribirte con todo lo que eres.
De escribirte como quien se abraza, como quien se escucha, como quien se acompaña.

Escribir no es solo una herramienta terapéutica; es un acto de amor propio.

Una forma de crear un puente entre lo que sientes y lo que puedes sostener.
Una manera de quedarte contigo, incluso cuando todo parece caerse afuera.

A veces creemos que para empezar a escribir necesitamos tener claridad. Que necesitamos saber qué nos pasa, entenderlo, ponerlo en palabras bien armadas. Pero no. La escritura no exige claridad; la construye. Es en el escribir donde muchas veces aparece lo que ni sabíamos que llevábamos dentro. Es en el proceso donde se hace el camino. Escribimos para descubrirnos, no para explicarnos.

Y cuando eso sucede, cuando empiezas a escribir desde ese lugar íntimo, tuyo, sin máscaras… algo cambia. Puede ser sutil. Pero es real. Empiezas a confiar en ti. En tus emociones. En tu forma única de sentir y transitar la vida. Empiezas a validarte, a darte permiso, a soltar lo que pesa. Y eso créeme es profundamente liberador.

Hoy no te vengo a convencer de que escribas.
Solo quiero decirte que si alguna vez te sientes perdida, cansada, enredada, desconectada… Tal vez, solo tal vez, escribir puede ayudarte a volver a ti.

Que escribirte puede ser un acto de valentía.
Una forma de habitarte cuando todo lo demás parece inestable.
Una pausa. Un nido. Un abrazo tuyo para ti.

Y si alguna vez decides intentarlo, aunque sea por unos días, no busques hacerlo bien.

Solo siéntate, toma un papel, respira y empieza con lo primero que venga.
Aunque no tenga sentido. Aunque sea solo una palabra. Aunque te duela.
Ahí, en ese gesto, ya estás escribiéndote.
Ya estás sosteniéndote.

Escríbete: un reto de 11 días para ir hacia adentro
Esto no es un reto más. No es un curso de escritura. No necesitas saber escribir. Solo necesitas querer acercarte a ti, aunque no sepas cómo. Durante 11 días te propongo algo simple pero profundo: un espacio íntimo para explorarte a través de la palabra, a tu ritmo, con guía, con compasión, y sobre todo, con presencia.

Porque escribir no te da todas las respuestas.
Pero sí te regala una certeza:
Tú puedes sostenerte.
Y escribirte, es una forma de no soltarte.

Written by

Alexa Dacier

Alexa Dacier / Psicología / Terapeuta sexual y de pareja
Todos necesitamos donde apoyarnos cuando emocionalmente creemos que no podemos más.

Aquí nos damos el permiso para:
Sentir.
Soltar.
Amar.
Aprender a poner límites.
Reconstruir nuestros vínculos afectivos.
Sostener relaciones sanas.
Aplicar la autocompasión.
Cambiar el dialogo interior.